Regreso al futuro
El
Fue una mañana temprano, en mayo de 1987. En la autopista A6, cerca de Hockenheim, realizábamos la primera prueba independiente. El velocímetro indicaba 260 y rondábamos las 7.600 revoluciones por minuto: era el momento de meter la sexta. Tras una pequeña pausa, situamos la corta palanca de cambios en la esquina derecha trasera y el coche volvió a echar humo. En la parte posterior, el motor bóxer continuaba acelerando sin piedad. Disponíamos de tres carriles y el arcén, pero la autopista parecía estrecharse cada vez más y las curvas suaves se volvían cerradas. En el carril izquierdo, los más gallitos se movían de repente con lentitud.
Apretamos hasta 7.200 rpm y el cronómetro alcanzó los 317 km/h, es decir, la velocidad máxima. El nivel de ruido se mantenía dentro de los límites, no hacía falta corregir la dirección ni aparecían fuerzas perturbadoras. Tampoco había que luchar con viento de lado ni había surcos en la calzada. Ni rastro de sudor en las manos. El automóvil se mantenía tan estable como otros vehículos a 160 o 130. Teníamos el control, pero era la tecnología la que trabajaba. Era ella la que prevenía los riesgos y superaba sin esfuerzo los límites habituales de los cuatro ruedas con motor. «Puede hacer cosas que los coches no pueden», escribió acertadamente un colega británico. Esta máquina superdotada tan solo esperaba dos cosas de su conductor: máxima concentración y un sólido sentido de la responsabilidad.
Hace treinta años, en 1985, cuando se presentó en el Salón del Automóvil de Frankfurt, el
No obstante, el 959 fue primero un «vehículo de aprendizaje», tal como lo llamó por aquel entonces Manfred Bantle, coordinador del proyecto. Se trataba de abrir nuevos horizontes técnicos, en todos los frentes a la vez. «Algunas cosas se prolongaron más allá de nuestro calendario original», informó Bantle. Y para complicar más las cosas, estaba la habitual fascinación de
Al final, el tour de force llegó hasta los más lejanos rincones de la tecnología: ejes de brazo oscilante doble con resortes helicoidales delante y detrás, amortiguadores ajustables (deportivo, normal, confort), regulación hidroneumática del nivel (120, 150 y 180 milímetros) con descenso automático de la carrocería a partir de 150 km/h, y además cuatro ruedas de magnesio con cierre central, fundidas en hueco con control de la presión de los neumáticos.
Hasta la fecha, casi todos estos aspectos habían sido visiones de futuro. Luego, desde las profundidades del sistema de tracción se convirtieron en imponentes realidades: este
Las fuerzas que era preciso distribuir resultaban considerables. El 959 puso el listón en 500 Nm y 331 kW (450 CV). Estos valores, que hace 30 años suponían la cúspide en los coches de serie, eran el fruto de un motor bóxer de seis cilindros. Hasta ahí, todo igual que en el 911. Siguiendo la costumbre de
Así pues, lo mágico en la versión de carretera no eran tanto los valores absolutos, sino su procedencia. Es verdad que, a mediados de los ochenta, dos turbocompresores ya no constituían ninguna sensación, pero que ambos formasen un sistema biturbo era algo único. La idea era la siguiente: en el rango más bajo, una pequeña turbina de gas de escape se activaba para dar una respuesta más rápida. En cambio, cuando las revoluciones aumentaban, intervenía el turbocompresor de mayor tamaño, logrando el máximo empuje con una sobrepresión de hasta un bar. El secreto del éxito era la regulación electrónica, que permitía transiciones suaves y un despliegue armónico de la potencia. Otros elementos exclusivos eran las bielas de titanio pulido, los taqués hidráulicos (que funcionaban hasta las 8.000 rpm), el mando del árbol de levas mediante doble cadena y la lubricación por cárter seco con capacidad para 18 litros de aceite.
Por supuesto, ya entonces presentimos que el 959 estaba, a su manera, anticipando el futuro. Hoy lo sabemos con certeza. Entre 10 y 15 años, esa era su ventaja dentro de la familia
¿Qué programa elegimos, qué ajuste para los amortiguadores? «Simplemente, dejemos todo como está», recomienda el ingeniero guiñando un ojo. Hoy no es importante afinar mucho. Además, está todo seco y hay buen agarre. Al ralentí, el 959 hace un ruido metálico como el de un motor refrigerado por aire e inicia rápidamente la marcha. El embrague, robusto, engrana tarde, pero las fuerzas de dirección son aceptables, al fin y al cabo fue el primer
«No muerde», había dicho Walter Röhrl antes de arrancar. No obstante, viniendo de este artista del volante, uno se toma la frase con cautela. «Si levantas el pie del acelerador», dice Walter, «el coche colea, pero si lo vuelves a pisar, en seguida recupera la estabilidad». Y así sucede exactamente. Con el 959 no caminas sobre el filo de la navaja. Es un coche que despierta confianza. Sin duda, hoy en día sus descendientes pueden virar con más precisión y brío, y también son más rápidos con sus modernos neumáticos. Pero hay algo que sigue igual que entonces: raras veces manejas semejante potencia con tanta naturalidad y confianza como en este vehículo. Incluso hoy en día.
Texto Wolfgang König
Fotografía Christoph Bauer