El retorno de los clásicos
El ciervo ha vuelto – sobre un reencuentro 40 años después. Eckhard Schimpf ha reunido los automóviles más significativos de un equipo emblemático, un equipo para el que entre 1972 y 2000 se pusieron al volante grandes nombres del automovilismo como Hill, Lauda, Bellof, Stuck, Mass y Ickx: el Jägermeister Racing. Acaba de llegar de Estados Unidos la joya de la corona: el legendario
Su mirada se pierde en la lejanía, sus ojos buscan los recuerdos. Acto seguido, una cálida sonrisa se dibuja en su rostro. «Ha sido como reencontrarse con un viejo amigo», afirma este hombre de 77 años. Ha llovido mucho desde que Eckhard Schimpf pisara por última vez el circuito de Oschersleben y, sin embargo, sus pensamientos parecen de nuevo sobrevolar el asfalto a todo gas. En un 911 RSR color naranja del año 1974, para ser exactos.
Cambio de escenario. Nos encontramos en el interior de una nave rigurosamente negra. Solo un número impreso en color naranja da una pista sobre lo que se esconde en su interior: una hermosa colección de coches de carreras históricos con la mítica pintura del equipo naranja, el Jägermeister Racing. Leyendas de una época pasada que no obstante desprenden olor a nuevo. «Aún no hemos terminado, así que os rogaría que no tomarais fotos. Necesitamos un poco más de tiempo para que esté todo presentable», nos solicita el ex piloto de carreras y ex jefe del equipo naranja. Su petición atañe únicamente al interior de la nave, los automóviles están más que preparados.
Schimpf está a punto de lograr su objetivo: traer a Braunschweig los automóviles más bellos del Jägermeister. Le ayuda en esta empresa su hijo Oliver, 26 años más joven que él y director de una empresa tecnológica. «Hemos conseguido reunir los principales», explica Schimpf senior con evidente satisfacción. La operación les ha salido redonda. Con el apoyo de la empresa familiar Mast-Jägermeister, padre e hijo han readquirido más de una docena de automóviles de carreras de Jägermeister procedentes de todo el mundo.
Schimpf fue consciente desde un principio de que si el mundillo del automóvil se enteraba de sus planes «los coches se volverían impagables». La joya quizá más preciada de la colección es el
La operación «a la caza de los cazadores» da comienzo en el año 2007. La primera adquisición parecía pan comido. Schimpf aún recuerda con detalle el encuentro que mantuvo con John Byrne, el hombre al que él mismo había vendido su RSR a principios de los ochenta. Estuvieron cuatro horas en la terraza del californiano Hyatt Hotel de Carmel-by-the-Sea comiendo tarta y helado. «El coche volverá a ser tuyo, dijo John» y una sensación de alivio recorrió su cuerpo. Sin embargo, poco después «entró en escena un millonario chino» que también quería hacerse con el coche. Tocaba actuar con cuidado.
«Le dejé toda la parte de negociación a Oliver, yo estaba demasiado implicado emocionalmente». Su hijo visitó a la familia en San Francisco tres o cuatro veces. «Lo prometido es deuda», terminó zanjando John después de un tiempo. Una parte central de la operación «retorno en naranja» había salido bien.
Después, una llamada de teléfono a Braunschweig. «Un momento muy intenso para mí», recuerda Eckhard Schimpf mientras desenrolla un antiguo cartel de los setenta que se encuentra guardado entre pegatinas originales e identificadores de pilotos. «El coche fue una parte de mi vida», confiesa, para acto seguido atenuar la pasión de sus palabras: «No pretendo ahora reducir toda mi vida a las carreras, pero sí que fue una época muy intensa».
El elenco de pilotos que se pusieron al volante de los Jägermeister entre los años 1972 y 2000 es impresionante. Todo un quién es quién de la élite de las carreras. Graham Hill, bicampeón del mundo, fue el primero. Después le seguirían Vic Elford, Niki Lauda, por supuesto Hans-Joachim Stuck, Stefan Bellof, Ronnie Peterson, Jochen Mass y Jacky Ickx. En total, más de un centenar de pilotos. Desde carreras de montaña hasta la Fórmula 1, el equipo de Schimpf compitió en todas las clases populares, con el propio Schimpf en mitad del meollo. Lo financiaba su primo Günter Mast, jefe de la fábrica del famoso licor de hierbas alemán. «Jamás cobré dinero por mi labor de jefe de equipo. Me dejaban conducir un coche de carreras y estar ahí con ellos. Con eso me bastaba», describe Schimpf el pacto familiar.
Justo después, este hombre de pelo blanco ligeramente ondulado pronuncia una frase desconcertante: «Era un piloto sin ambición».
Schimpf suele hablar en tono bajo, sobre todo cuando dice cosas importantes. Como, por ejemplo, ahora. Asegura que no tardó en darse cuenta de que le faltaba algo para llegar a ser un gran piloto: ese arrojo definitivo y temerario, probablemente una pizca de locura. «Pero me encantaba el ambiente, estar ahí. Corría las mismas carreras que los mejores pilotos. Y tampoco lo hacía tan mal», dice reduciendo su modestia a un dato objetivo. La mayoría de victorias de Schimpf se produjeron en carreras de montaña, pero también se defendía bastante bien en los circuitos. Todo un talento, sin duda.
«Disfruté mucho mis incursiones como piloto, y también siendo parte de aquella familia». Sus ojos resplandecen y las frases le salen raudas de la boca, casi melódicas. Ahora el hombre de las palabras se funde con el del asfalto mientras relata aquella época. Los pilotos eran una piña, dice, y la noche antes de las carreras siempre se encontraban. «Éramos unos 16 o 18. Salíamos juntos a cenar y, al día siguiente, corríamos. Nadie que no haya estado detrás del volante sabe cómo te sientes en ese momento», asegura el coleccionista y cazador sin ocultar la emoción. El momento en el que se da el pistoletazo de salida y el pelotón sale disparado hacia la primera curva como una bala «es una imagen imposible de transmitir a nadie que no lo haya vivido». Schimpf acelera la velocidad del relato: «Rodeado de los mejores pilotos de carreras del mundo, rodeado de Stuck, Lauda, Wollek o Stommelen. Puras leyendas».
Pero llega 1982 y el piloto a tiempo parcial toma una decisión: «Lo dejo». Y cuelga el mono de piloto. Asegura que siempre había sido consciente del riesgo, «pero lo veía como algo ajeno, algo que les pasaba a los demás». Hasta que llegó ese día, ese instante durante los 1.000 Kilómetros de Nürburgring. A Schimpf le estaba yendo bastante bien en la carrera cuando, al ver el impresionante salto que viene después de Pflanzgarten, de repente, pensó: «¿Pero qué hago yo aquí? Cualquier fallo, y adiós». En ese preciso instante tomó la decisión, aunque ésta no afectó en absoluto a su rendimiento durante la jornada. De hecho, en aquella su última carrera Schimpf logró hacerse con la cuarta posición.
Finalizada la carrera, Schimpf se montó en su coche en dirección a Braunschweig y le dijo –probablemente en voz muy baja– a Heidi, su mujer: «Se acabó». Y, sorprendentemente, la despedida no le resultó difícil. «Notaba que también físicamente estaba al límite», apostilla.
Pero volvamos al presente: Oschersleben. La realidad, literalmente, apremia. Eckhard Schimpf, ataviado con casco y mono de carreras y sentado al volante de su RSR, va cambiando de marcha. Cada movimiento tiene su liturgia. «El coche es prácticamente imposible de conducir», le había advertido su hijo, «meter las marchas es complicadísimo, muy poco preciso». Schimpf padre sonríe, feliz, y dice casi en un susurro: «Volví a sentirme parte del coche al instante». Reencuentro con un viejo amigo.
Schimpf sale a la pista. 14 curvas en poco más de 3,5 kilómetros. «Todo estaba de nuevo ahí, tal como lo dejé», diría a posteriori sobre ese momento. «Me subo al coche, voy metiendo marchas. Clac, clac: dentro». En algún remoto lugar de su cerebro se habían grabado a fuego las particularidades del RSR, invisibles, pero accesibles. Como esas habilidades básicas que uno nunca olvida, pasen los años que pasen.
Lo que sí es visible son algunos vestigios del pasado: por ejemplo, aquella cinta amarilla del volante que indicaba el momento en el que las ruedas estaban rectas.
Los 330 caballos rugen. El ciervo ha vuelto.
Autor Edwin Baaske
Fotógrafo Theodor Barth