Editorial
Bueno, pero no manso.
Sir Cecil Walter Hardy Beaton fue uno de los grandes iconos de estilo del siglo XX. Alcanzó la fama tanto por sus glamurosos retratos fotográficos como por sus excentricidades. A su mansión de Wiltshire, en Inglaterra, solo invitaba a gente guapa o, al menos, a aquellos cuyo color de pelo hiciera juego con las cortinas de su Reddish House.
La de los excéntricos no es una especie que abunde. De cada 10.000 personas, solo una lo es. El principal rasgo de su personalidad es su inconformismo sistemático, lo que requiere tener mucho valor. Su creatividad puede mover montañas, y sus extravagancias despiertan simpatía: que si una tiene 7.500 gnomos en el jardín, o si el otro «al revés las frases dice». Karl Lagerfeld, el rey de la alta costura, pedía que sus coches tuvieran bebederos con suspensión cardán para que en las curvas el agua de sus perros no se derramara sobre las alfombrillas.
Entre los raros, los excéntricos son los más solitarios. Pero lo cierto es que en todo ser humano late un deseo de individualidad. Singularidad para pensar y actuar. Un rasgo singular en el comportamiento frente a la elegante homogeneidad y la colaboración impersonal. Una pequeña inadaptación dentro de la epidemia conformista. Pero, al mismo tiempo, en la autoexpresión del yo cada vez está más presente la necesidad de pertenecer a un grupo, siempre que sea elegida por uno mismo. Los individualistas quieren estar en contacto con otros individuos. La interacción con el prójimo es tan importante como la propia individualidad, y ese es precisamente el preámbulo de la comunidad
Individualización es libertad de elección. Prácticamente no existen dos
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